La sonrisa de un Payaso II


Justo cuando la carnicería emocional estaba a punto de iniciar, la puerta del Metro se abrió y ante sí apareció un Payaso...

Su rostro era cansado. El maquillaje, aunque trataba de ser alegre y con rasgos sonrientes, ya no podía ocultar el gesto de derrota que tenía aquel hombre.
"Señores pasajeros, buenas noches. Como verán soy un Payaso, pero no cuento chistes. Sólo vengo a ofrecerles una sonrisa que pueda ayudar a que se alivie la fatiga que traen y que les dé una luz de esperanza para enfrentar los problemas que los agobian.

"Señores pasajeros, aprovecho la oportunidad que me brinda su importantísima atención para ofrecerles estos juguetes hechos por mí. Son estos lindos perritos que harán felices a los reyes del hogar", remató con algo de ansiedad.
Las palabras fueron desvaneciéndose al tiempo que la mirada se clavó en los canes que ofrecía el Payaso: unos cuerpos de cartón y alhambre, con no más forma de la que una gran imaginación les pudiera dar.

La cabeza se les movía a duras penas y las formas de las patas y la cara parecían grotescas. Lejos de ser un juguete que inspirara alegría, hacía el efecto contrario...
"Llévelos mi jefe, para el niño, para la niña. Son de a cinco pesitos. Ayude a este Payaso a seguir pintando sonrisas en los pequeñines", insistía una voz distinta a la que se había presentado segundos antes.

La primera era segura y muy cordial. Ésta, en cambio, era timorata, se quebraba y denotaba desesperación.

"Sólo cinco pesitos. Por favor, ayúdenme con una monedita", suplicaba el payasito mientras ofrecía a los perritos sobre sus manos quemadas por el sol; ásperas y cansadas de deambular todo el día, quizá, en el subterráneo o en el transporte colectivo.

La flor de su sombrero parecía marchitarse conforme pasaban los minutos y no encoentraba mas que indiferencia de la gente. Nadie le compraba nada.

En el afán de insistir, las puertas se cerraron y tuvo que seguirse hasta la siguiente estación; sin embargo, ya no quiso llegar hasta el fondo del vagón, desde donde era observado por una mirada que se conmovió.

El Payaso se detuvo ante una de las puertas. Ahí, se miró reflejado ante el cristal y una lágrima se escapó de sus ojos y corrió el maquillaje que trataba de dar un poco de brillo y alegría a su triste semblante.

De frente, se recargó sobre la puerta, tiró los perritos, los pisó y estrelló su puño contra la puerta del tren mientras sollozaba con la melancolía más triste que uno pudiera imaginarse.

No dijo nada, sólo lloró en silencio y seguramente maldijo la suerte de no poder conseguir ni siquiera cinco pesos para poder regresar a casa o para mantener a una familia que, hambrienta, de seguro lo esperaba con ansiedad.

El día no había sido bueno, quizá algunos habrían tenido un mejor panorama, pero para otros como aquel payasito, la suerte no se aparecía desde hace mucho tiempo.
"Es irónico, pero a veces las almas más tristes son las que más adolecen de un consuelo y se ponen el disfraz de una falsa alegría", pensó el muchacho.
En ese instante vino a su mente una frase de una vieja canción: Ante la gente oculto mi derrota, Payaso con careta de alegría, pero tengo por dentro el alma rota.


Las imágenes fueron cortadas por un nuevo golpe del Payaso, quien dejaba escapar otra lágrima y parecía no importarle el dolor en los nudillos.

La indiferencia de la gente era insultante. Pero al menos una mirada prestó atención al circo romano que suele ser la vida.


Justo antes de llegar a la estación, el Payaso volteó hacia donde era observado y al toparse con un semblante endurecido, aunque triste como el suyo, se limpió el llanto y sonrió.

El nudo en la garganta se apretó. La estación era la terminal de la línea.

La gente descendió aprisa, empujando al payasito que, con paso lento y desanimado, había hecho un último esfuerzo por, al menos, terminar el día con una sonrisa.


Los perritos fueron pisoteados y por instinto, aquel muchacho cansado de la rutina de un trabajo conseguido gracias a un título universitario, se avalanzó sobre ellos como si tratara de protegerlos. Los recogió y guardó en su mochila.


Trató de ubicar el rumbo que había tomado el pintoresco personaje mientras sacaba de su cartera el último billete que le quedaba. Cuando ubicó al Payaso, se acercó discreto.

El largo saco le colgaba hasta las rodillas, su andar pesado parecía ser producto de unos zapatos que, grotescos, querían emular a un chiste, aunque sin gracia.

Sin que se diera cuenta, colocó sigilosamente el billete en una de las bolsas de la prenda, al tiempo que se acercó a las escaleras.

Al emparejarse, no pudo evitar que las miradas se cruzaran y una nueva sonrisa, aunque más débil, se dibujara en el rostro del payasito, quien se metió las manos a las bolsas del saco en busca de alguna moneda para pagar su pasaje.


El benefactor ya no quiso ver la culminación de la escena. No estaba en su naturaleza el que le agradecieran una buena acción.

Estaba tan acostumbrado a que sólo lo buscaran para pedirle ayuda, que el hecho de no recibir un "Gracias", se había hecho algo cotidiano en él.

Subió a prisa por las escaleras. No tenía dinero para regresar a su casa, estaba cansado y ya era noche. Como siempre, no había a quien pedirle ayuda.

Suspiró hondamente, sacó un cigarro que un compañero de oficina le había regalado, pidió un cerillo a una señora que vendía papas fritas y lo prendió.


El camino hacia su casa era largo, más aún a pie, pero no le importó. Sabía que haría más de 40 minutos en llegar. Dio un golpe profundo al tabaco, apretó los ojos y sacó el humo.

De su mochila sacó uno de los tiernos canes que, aunque pisoteados, en ese momento le parecieron hermosos.

Se sintió como un niño cuidando a su mejor tesoro. No pudo evitar llorar un poco, pero en seguida mitigo el llanto con el recuerdo de lo ocurrido hacia apenas unos minutos.


Ya no tenía dinero y faltaban tres días para que le pagaran. No sabía si tendría algo que comer al llegar a su casa.

Estaba completamente solo, con muchos recuerdos y temores que lo acechaban cada noche, pero esta vez nada le importaba, pues desde ese día en adelante tenía tres nuevos amigos y algo muy valioso...
"La sonrisa de un Payaso", pensó... al tiempo que se perdió en la oscuridad de la calle. Al menos, por esa noche, recordaría lo que era dormir con una sensación de paz.

* Dedicado a Yván Montecino Velázquez. En donde quieras que te encuentres, gracias por escribir el alma de este relato, hace 13 años.

La sonrisa de un Payaso I

Llevaba 20 minutos esperando el camión. Los ojos le ardían como si trajera dos puñados de tierra en cada uno.

El Periférico aún seguía adornado por algunos autos que corrían a toda velocidad ante el acecho del radar que, cual sigiloso espía, retrataba a gusto cuanta placa se le ponía enfrente.
"Les vale madre si exceden el límite de velocidad; estos weyes sólo quieren sacar dinero. Por eso no tengo coche", pensó mientras una sonrisa irónica se dibujaba en su rostro cansado y le daba un poco de alegría a los ojos hundidos y coronados por unas grandes ojeras.
Un par de luces rompieron sus pensamientos. Sin más, abordó el camión y se dirigió, como todos los días, al metro Universidad. Aunque la rutina era de por sí aburrida, por extraña razón esa noche le prestó un poco de atención al recorrido que hizo lentamente el transporte colectivo.

Se fijó en lo suntuoso que pueden ser los grandes hoteles que están sobre Periférico y trató de imaginar cuántas personas habrían visitado la famosa plaza comercial ubicada sobre el mismo Anillo.

El paso lento del camión, el cansancio y el tedio hicieron efecto inmediato para que una dosis somnífera se apoderara de su cerebro y cayera en un leve letargo. Durante él recorrió tiendas con decoración bizarra y luces neón.

Le causaba risa ver las formas y los colores de las prendas y zapatos que se ofertaban en los extraños aparadores: tenis Converse con formas de zapatos suecos...



El enfrenón lo despertó. Tallándose los ojos se incorporó y descendió del autobús. Estaba fastidiado y no por haberse despertado de forma abrupta, era un poco de todo.

Al llegar a los torniquetes del metro sintió hambre y recordó los malabares que estaba haciendo para que la quincena le rindiera.

Sería exagerado pensar que no podía gastarse ni siquiera 10 pesos extras en un pan o en un sope; no era el caso, pero un imprevisto siempre sucede, por lo que prefirió aguantarse.
"Llegando a la casa veo si hay algo, aunque sea un vaso de leche", pensó al tiempo que bostezó.
El rostro se le iluminó cuando vio que el metro llegaba. Lo primero que se propuso fue "agarrar" un buen lugar (aunque a ciencia cierta no sabía qué era exactamente ese deseo, pues todos los asientos del metro son igual de incómodos).
"Bueno, pegado la ventana para poder recargarme y dormirme un rato", se contestó a sí mismo.
Sabía que no era una noche común a pesar de lo rutinario que había sido el día en el trabajo; de hecho, hacía ya bastante tiempo que todo era lo mismo.

Aunque los primeros días su ánimo había sido golpeado, poco a poco se fue endureciendo y las lágrimas se habían ido secando.

Recordaba angustias pasadas que quizá aún dolían, pero no de manera tan intensa; lastimaban por el recuerdo... sólo por eso.

A lo largo de todo ese tiempo, su espíritu se había partido no en dos, sino en muchos pedazos y en el intento por volver a reconstruir el rompecabezas, se había hartado.

Pelear batallas perdidas no era algo que ya viera como un reto emocionante.

Simplemente se había acostumbrado a recibir golpe tras golpe y a absorber un dolor que, hasta entonces, ya se había convertido en su amigo y parte de su vida. No le importaba ya. "Un madrazo más o un madrazo menos no me dejará peor de lo que estoy", pensó.

Contrario a muchas otras noches, no se sentía triste. De hecho, hasta sonrió al acordarse de las peripecias sufridas durante el día.

Se burló de los recuerdos; no maldijo su suerte, pero se mofó de ella y no recriminó a sus sentimientos la tristeza que sentía en el fondo. Rió y suspiró profundamente.

Sacó su teléfono celular, se puso un audífono y perdió su mirada ante el cristal rayado del vagón. No recordaba haber disfrutado tanto una canción como en aquel momento... Something to belive in de The Ramones inundó su maniatado espíritu.
I wish, I was someone else. / I'm confused, I'm afraid, I hate the loneliness. /
 And there's nowhere to run to
 / Nothing makes any sense, but I still try my hardest.
 / Take my hand, please help me,
'cause I'm looking for something to believe in.
 / And I don't know where to start. / And I don't know where to begin, to begin.
Ya no era el hombre afortunado de otro tiempo. Al menos así lo sentía. Los sueños se habían extinguido hace ya un buen rato. Las ilusiones no tenían cabida en un alma que se había edurecido con el paso de las decepciones.

Se sentía como aquellos grandes boxeadores que aguantaban, round tras round sin caerse, para después lanzarse sobre el adversario cuando éste ya se encontraba cansado y noquearlo de un sólido impacto. "Pero ese final no se aplica en mi caso, no me apelldio Balboa, ja", dijo en voz baja con cierta emoción.
If I was stupid or naive
 / Trying to achieve what they all call contentness
 / If people weren't such dicks and I never made mistakes
 / Then I could find forgiveness.
El recorrido continuaba y la canción se repetía una y otra vez. La mirada seguía clavada en algún punto de la oscuridad de los túneles o, en su defecto, en las lámparas de cada estación.
Take my hand, please help me 'cause / I'm looking for something to believe in. / And I don't know where to start. / And I don't know where to begin, oh no... / I can't be someone else, I don't feel that it's hopeless, / I don't feel that I'm useless.
Los recuerdos se esfumaron de la mente. Inclusive el hambre había desaparecido y sólo sentía una extraña sensación de paz. Inexplicable. No había motivos para que este sentimiento apareciera en medio de su caótica vida, pero así era... por fortuna así era...
I can't throw it all away, / I need some courage to find my weakness / And with your love,
I know with all my heart I can win
 / 'Cause I'm looking for something to believe in, / And I just need something to believe in.
 / I'm looking for something to believe in and I just need something to believe in.
La canción comenzaba apagarse y decidió poner pausa al concierto personal. Los ojos los sentía más pesados y volvió a tallarlos.

No quería pensar en nada que lo pusiera melancólico, pero era inevitable que los recuerdos llegaran como un alud en su mente.

Trataba de esquivarlos, de no ponerles atención, pero parecían tenerlo acorralado, listos para pisotear de nueva cuenta su corazón y sus sentimientos

La mente abismal

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"Pese a todas sus imperfecciones, admiro al ser humano... soy un humanista, tal vez el último" John Milton (Satanás), El Abogado del Diablo

Sobre el abismo...

Pareciera tarea fácil definir o explicar qué es un abismo; sin embargo, la palabra encierra muchos conceptos. La explicación más simple y común lo define como "Infierno"

Hay quienes lo catalogan como un "gran espacio peligroso, cuya profundidad es vasta".

Otra definición lo califica como algo "inmenso, insondable o incomprensible" o también se le considera la "gran diferencia u oposición entre personas, ideas o cosas".

¿Acaso no todos esos calificativos describen nuestra realidad?

No es sino el propio humano quien ha acrecentado el tamaño del abismo con sus contrastantes sentimientos y cambios de humor.

Irónicamente estamos en medio de un vacío, rodeados de personas tanto o más solitarias que nosotros mismos.

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