
Justo cuando la carnicería emocional estaba a punto de iniciar, la puerta del Metro se abrió y ante sí apareció un Payaso...
Su rostro era cansado. El maquillaje, aunque trataba de ser alegre y con rasgos sonrientes, ya no podía ocultar el gesto de derrota que tenía aquel hombre.
"Señores pasajeros, buenas noches. Como verán soy un Payaso, pero no cuento chistes. Sólo vengo a ofrecerles una sonrisa que pueda ayudar a que se alivie la fatiga que traen y que les dé una luz de esperanza para enfrentar los problemas que los agobian."Señores pasajeros, aprovecho la oportunidad que me brinda su importantísima atención para ofrecerles estos juguetes hechos por mí. Son estos lindos perritos que harán felices a los reyes del hogar", remató con algo de ansiedad.
Las palabras fueron desvaneciéndose al tiempo que la mirada se clavó en los canes que ofrecía el Payaso: unos cuerpos de cartón y alhambre, con no más forma de la que una gran imaginación les pudiera dar.
La cabeza se les movía a duras penas y las formas de las patas y la cara parecían grotescas. Lejos de ser un juguete que inspirara alegría, hacía el efecto contrario...
La cabeza se les movía a duras penas y las formas de las patas y la cara parecían grotescas. Lejos de ser un juguete que inspirara alegría, hacía el efecto contrario...
"Llévelos mi jefe, para el niño, para la niña. Son de a cinco pesitos. Ayude a este Payaso a seguir pintando sonrisas en los pequeñines", insistía una voz distinta a la que se había presentado segundos antes.
La primera era segura y muy cordial. Ésta, en cambio, era timorata, se quebraba y denotaba desesperación.
"Sólo cinco pesitos. Por favor, ayúdenme con una monedita", suplicaba el payasito mientras ofrecía a los perritos sobre sus manos quemadas por el sol; ásperas y cansadas de deambular todo el día, quizá, en el subterráneo o en el transporte colectivo.

La flor de su sombrero parecía marchitarse conforme pasaban los minutos y no encoentraba mas que indiferencia de la gente. Nadie le compraba nada.
En el afán de insistir, las puertas se cerraron y tuvo que seguirse hasta la siguiente estación; sin embargo, ya no quiso llegar hasta el fondo del vagón, desde donde era observado por una mirada que se conmovió.
En el afán de insistir, las puertas se cerraron y tuvo que seguirse hasta la siguiente estación; sin embargo, ya no quiso llegar hasta el fondo del vagón, desde donde era observado por una mirada que se conmovió.
El Payaso se detuvo ante una de las puertas. Ahí, se miró reflejado ante el cristal y una lágrima se escapó de sus ojos y corrió el maquillaje que trataba de dar un poco de brillo y alegría a su triste semblante.
De frente, se recargó sobre la puerta, tiró los perritos, los pisó y estrelló su puño contra la puerta del tren mientras sollozaba con la melancolía más triste que uno pudiera imaginarse.
De frente, se recargó sobre la puerta, tiró los perritos, los pisó y estrelló su puño contra la puerta del tren mientras sollozaba con la melancolía más triste que uno pudiera imaginarse.
No dijo nada, sólo lloró en silencio y seguramente maldijo la suerte de no poder conseguir ni siquiera cinco pesos para poder regresar a casa o para mantener a una familia que, hambrienta, de seguro lo esperaba con ansiedad.
El día no había sido bueno, quizá algunos habrían tenido un mejor panorama, pero para otros como aquel payasito, la suerte no se aparecía desde hace mucho tiempo.
El día no había sido bueno, quizá algunos habrían tenido un mejor panorama, pero para otros como aquel payasito, la suerte no se aparecía desde hace mucho tiempo.
"Es irónico, pero a veces las almas más tristes son las que más adolecen de un consuelo y se ponen el disfraz de una falsa alegría", pensó el muchacho.En ese instante vino a su mente una frase de una vieja canción: Ante la gente oculto mi derrota, Payaso con careta de alegría, pero tengo por dentro el alma rota.
Las imágenes fueron cortadas por un nuevo golpe del Payaso, quien dejaba escapar otra lágrima y parecía no importarle el dolor en los nudillos.
La indiferencia de la gente era insultante. Pero al menos una mirada prestó atención al circo romano que suele ser la vida.
Justo antes de llegar a la estación, el Payaso volteó hacia donde era observado y al toparse con un semblante endurecido, aunque triste como el suyo, se limpió el llanto y sonrió.
El nudo en la garganta se apretó. La estación era la terminal de la línea.
La gente descendió aprisa, empujando al payasito que, con paso lento y desanimado, había hecho un último esfuerzo por, al menos, terminar el día con una sonrisa.
Los perritos fueron pisoteados y por instinto, aquel muchacho cansado de la rutina de un trabajo conseguido gracias a un título universitario, se avalanzó sobre ellos como si tratara de protegerlos. Los recogió y guardó en su mochila.
Trató de ubicar el rumbo que había tomado el pintoresco personaje mientras sacaba de su cartera el último billete que le quedaba. Cuando ubicó al Payaso, se acercó discreto.
El largo saco le colgaba hasta las rodillas, su andar pesado parecía ser producto de unos zapatos que, grotescos, querían emular a un chiste, aunque sin gracia.
Sin que se diera cuenta, colocó sigilosamente el billete en una de las bolsas de la prenda, al tiempo que se acercó a las escaleras.
Al emparejarse, no pudo evitar que las miradas se cruzaran y una nueva sonrisa, aunque más débil, se dibujara en el rostro del payasito, quien se metió las manos a las bolsas del saco en busca de alguna moneda para pagar su pasaje.
Al emparejarse, no pudo evitar que las miradas se cruzaran y una nueva sonrisa, aunque más débil, se dibujara en el rostro del payasito, quien se metió las manos a las bolsas del saco en busca de alguna moneda para pagar su pasaje.
El benefactor ya no quiso ver la culminación de la escena. No estaba en su naturaleza el que le agradecieran una buena acción.
Estaba tan acostumbrado a que sólo lo buscaran para pedirle ayuda, que el hecho de no recibir un "Gracias", se había hecho algo cotidiano en él.
Subió a prisa por las escaleras. No tenía dinero para regresar a su casa, estaba cansado y ya era noche. Como siempre, no había a quien pedirle ayuda.
Suspiró hondamente, sacó un cigarro que un compañero de oficina le había regalado, pidió un cerillo a una señora que vendía papas fritas y lo prendió.
El camino hacia su casa era largo, más aún a pie, pero no le importó. Sabía que haría más de 40 minutos en llegar. Dio un golpe profundo al tabaco, apretó los ojos y sacó el humo.
De su mochila sacó uno de los tiernos canes que, aunque pisoteados, en ese momento le parecieron hermosos.
Se sintió como un niño cuidando a su mejor tesoro. No pudo evitar llorar un poco, pero en seguida mitigo el llanto con el recuerdo de lo ocurrido hacia apenas unos minutos.
Ya no tenía dinero y faltaban tres días para que le pagaran. No sabía si tendría algo que comer al llegar a su casa.
Estaba completamente solo, con muchos recuerdos y temores que lo acechaban cada noche, pero esta vez nada le importaba, pues desde ese día en adelante tenía tres nuevos amigos y algo muy valioso...
"La sonrisa de un Payaso", pensó... al tiempo que se perdió en la oscuridad de la calle. Al menos, por esa noche, recordaría lo que era dormir con una sensación de paz.
* Dedicado a Yván Montecino Velázquez. En donde quieras que te encuentres, gracias por escribir el alma de este relato, hace 13 años.